lunes, 18 de junio de 2012

Jean-Luc Godard / 'Film Socialisme'


Olvidado Rey Godard

En una conversación que mantuvieron para la televisión francesa en 1987, Jean-Luc Godard le confesaba a Marguerite Duras: “Ahora empiezo a llegar al final y me siento un poco solo”. La soledad de Godard no es sólo la del intelectual que se aísla en una apartada villa suiza con su compañera, ni la del ermitaño que ha desarrollado una alergia a la vida social, a la prensa y los reconocimientos –capaz de dejar plantados, en el mismo año, a Cannes y a Hollywood, los dos grandes bastiones del cine mundial–, ni la del artista insobornable de convicciones culturales y políticas alejadas del pensamiento único. “Si me llevo mal con los terrestres es probablemente porque formo parte de los extraterrestres”, dijo en cierta ocasión. La soledad de Godard es, en todo caso, la de su pantagruélica obra, que forma todo un continente en sí misma –casi doscientas películas entre largometrajes, cortos, televisión, vídeo-arte, publicidad, clips, cine-ensayo, diarios filmados, etc.–, de formas y relieves ferozmente intransferibles, una obra totalmente al margen de las inercias y exigencias de producción de la industria. Como dijo Rossellini de Chaplin: “Es la obra de un hombre libre”.


Son muchos los rostros bajo los que se ha disfrazado la leyenda de Godard a lo largo de los ochenta años que ya ha cumplido. Decir Godard es decir Cine, en mayúsculas. Tanto como decir Picasso es invocar el Arte del siglo XX. Seis décadas detrás de la cámara recorridas por un cineasta en perpetua revolución con el arte y consigo mismo. En los cincuenta, el Godard crítico de los nacientes “Cahiers”; en los sesenta, el cineasta de la Nouvelle Vague –su etapa más exitosa y reconocible, la que va de las obras maestras Al final de la escapada (1960) con Jean Seberg a Pierrot le fou (1965) con Anna Karina, pasando por Vivir su vida (1962) y El desprecio (1963) con Briggite Bardot–; en los setenta, el Godard militante que surge bajo el agitado frenesí maoísta del 68; en los ochenta, el videoartista de la televisión; en los noventa, el sabio ensayista y deconstructor de la imagen –con su ‘opus magna’, las Histoire(s) du cinéma (1988-1998), ocho partes donde cabe todo el cine y todo el siglo XX–, y en la primera década del tercer milenio, el filósofo y genio visionario que traza el camino de la explosión digital. Mito viviente del siglo del cine, Jean-Luc Godard es el cineasta que ha dedicado su vida a devolverle al cine aquello que le arrebataron los “canallas” del capitalismo –como se refiere a ellos en Film Socialisme (2010)–: su función como instrumento de pensamiento, y no como exclusiva herramienta mercantil.

Es producto entonces de la ingenuidad o de la ignorancia llevarse a sorpresa porque en el  año 2010 cometiera semejantes “herejías” como dejar plantado al Festival de Cannes –“porque sólo hubieran hablado de mí y no de la película”, le dijo a la revista “NZZ”–, o que  rechazara la concesión de un Oscar Honorífico por parte de la Academia de Hollywood –“porque no tengo visado para entrar en Estados Unidos, no quiero solicitarlo y no quiero volar tan lejos”, explicó a la misma publicación suiza–. Su carácter polemista y arrogante le ha seguido como una sombra durante toda su vida. El impulso del forajido, del outsider creativo, forma parte de su ADN. Desde Weekend (1967), adaptación casi conceptual de un relato de Julio Cortázar, abandonó la literalidad cinematográfica para sumirse en el ensayo fílmico y renacer de nuevo como un filósofo de la imagen. De ahí que su nombre, durante prácticamente tres décadas, haya seguido asociado a sus obras de juventud para el común de los mortales. Pero en todos estos años, aunque las pantallas españolas por lo general hayan ignorado su existencia, Godard ha entregado una obra dinámica, transformadora, en perpetua relación con la deriva del cine y los tiempos. Sus películas respiran el aire de cada época que las ha alumbrado: Todo va bien (1972), Que se salve quien pueda (la vida) (1979), Yo te saludo, María (1983), King Lear (1987), Helas pour moi (1993), Notre musique (2004)…


El año 2010 fue especialmente profuso en “acontecimientos Godard”. Aparte del ruido mediático que generaron sus sonadas ausencias, 2010 trajo consigo el estreno de su último trabajo, Film Socialisme; pero también la publicación de la controvertida biografía escrita por Antoine de Baecque (que desató un debate sobre el supuesto y legendario antisemitismo de Godard), y en España acaba editó Intermedio el cofre Jean-Luc Godard. Ensayos –que incluye en cuatro DVD ocho ensayos cinematográficos, de Le Gai savoir (1968) a su autorretrato JLG/JLG (1995)–, acompañado del libro Jean-Luc Godard. Pensar las imágenes (Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas), una compilación de entrevistas, conversaciones y presentaciones que recoge las ideas de Godard –maestro de los aforismos– a lo largo de medio siglo. En sus palabras tanto como en sus películas palpita el vértigo de la aventura del pensamiento, inevitablemente complejo y contradictorio, pero siempre apasionante: “Si alguien me ha entendido –dice un personaje en Notre musique–, es que no he sido claro”.

Fotograma de Film Socialisme (2010), de Jean-Luc Godard 

Godard es una isla con un faro. A pesar de la distancia que mantiene respecto a las formas de cine que practican sus colegas, su figura emerge como la gran autoridad moral del cine contemporáneo, con la estatura de un gurú o un profeta que alumbra el camino de las imágenes futuras. Todas las películas a su alrededor parecen envejecer varios años cuando Godard estrena un nuevo filme. Ya ocurrió con Elogio del amor (2001), donde volcó sus ideas sobre el potencial estético de la imagen digital, y el tiempo dirá si ocurrirá lo mismo con Film Socialisme, que es tanto una declaración política, una meditación sobre la historia de Europa y el debacle económico, como un collage estético sobre el reciclaje de las imágenes en la era “youtube”. De impresionante belleza estética, en su primera ficción realizada enteramente en vídeo, pareciera que Godard haya empleado todo formato imaginable para glosar el “socialismo” en la pantalla, de la alta a la baja gama, del HD a las descargas de Internet o las imágenes grabadas con móvil.



El filme se estructura como una sonata en tres movimientos. El primero es un crucero por el Mediterráneo donde se hablan varios idiomas (como en Una película hablada de Oliveira) y en donde deambulan personajes como una cantante americana (Patti Smith) o un filósofo francés (Alan Bidou); el segundo se sitúa en una casita y una gasolinera en Francia, donde un niño invidente protagoniza una escena extrañamente bella y perturbadora junto a su madre; y el tercero transita, recurriendo en buena medida al archivo de los horrores del siglo XX, por el itinerario del transatlántico, empezando en Egipto, pasando por Grecia (“a la que Europa le debe todo”) y terminando en Barcelona. “España es un país donde no faltan en este momento oportunidades para morir”, escribe sobre negro, para que la pantalla se abra en abismo a los toros, a Velázquez, a Iniesta, a Don Quijote, la Guerra Civil, Hemingway y Orwell… una visión de nuestra cultura sorprendentemente estandarizada (incluso folclórica), pero que juega su papel decisivo en este viaje ominoso y enigmático a la decadencia de la civilización, y que termina con un gigante, implacable “No Comment”. La parálisis de acción frente a una película que glosa el fracaso humanista con la distancia y la lucidez de un poeta cansado. Desde su lejanía y aislamiento, Godard ha dejado de contemplar el Reino de la Posmodernidad que un día fue suyo y rumia el cine de nuestro tiempo como un rey sabio y olvidado, desterrado en la soledad de su castillo. Su patria es el Cine.

Publicado originalmente en El Cultural (3.XII.2010)

domingo, 17 de junio de 2012

'Tournuée' de Mathieu Amalric

Miranda Colclasure es la explosiva Mimi Le Meaux en Tournée

En los brazos de América

Tres imponderables que empiezan y terminan en el neoyorquino John Cassavetes, pero que no pueden obviarse ante las imágenes de Tournée. Uno: escribir de Joachim Zand –el protagonista de Tournée, interpretado por Amalric– y evocar al Cosmo Vitelli de Ben Gazzara en The Killing of a Chinese Bookie (1976). Dos: Cassavetes es el cineasta peor copiado del mundo. Tres: Mathieu Amalric no es un mero copista.

En casi todo lo que uno ha leído sobre el autor de Opening Night (1977) aparece de forma recurrente una palabra que no existe, que al parecer los vicios de la crítica atesora como fecundo neologismo: “fisicidad”. El regreso al cuerpo primordial, a la carne, que surge desde lo más profundo de la imagen cassavetiana, es decir, la “corporeidad” de su cine. La imagen no sólo para ser vista, también para ser palpada. El arranque de Tournée nos coloca frente a un espejo en el camerino de un teatro. En un plano fijo, dos cuerpos voluptuosos, que Rubens hubiera pintado al natural, se preparan minutos antes de que empiece el espectáculo. Son actrices interpretándose a sí mismas en su trabajo, strippers del “nuevo burlesque americano” –un universo sobre el que el español Ibán del Campo realizó el cortometraje documental Dirty Martini (2009), cuya protagonista tiene un papel destacado en Tournée– que ejecutan sus números y Almaric los filma generalmente desde bastidores, como si, al igual que su personaje y sus bailarinas, el espectador no pudiera tener una experiencia completa del show. Sólo pueden disfrutarlo de soslayo, inmersos también en la asfixiante burbuja en la que una de las strippers interpreta el baile más bello (y metafórico) del espectáculo, el que ilustra su condición de misfits, un grupo de seres aislados, desplazados y en perpetuo tránsito por teatros y hoteles de la costa francesa, que confía en un destino sobre los escenarios de París.


Cuerpos que Rubens hubiera pintado al natural

Y si hay un destino es porque los cuerpos se mueven. Hay películas poseídas por el sentido del movimiento perpetuo. De hecho, existe todo un cine obsesionado con ello. No es el cine de atracciones y deflagraciones, no es el cine del ruido, como podría pensarse. Es más bien el cine del que hablaba ya el crítico norteamericano Kent Jones en su carta de amor a Cassavettes (Movie Mutations). Es el cine de los que sintieron en el autor de Faces que la dirección cinematográfica no tenía por qué ser una intervención externa, sino una cuestión de “compromiso con la vida de la película”. Arnauld Desplechin, Olivier Assayas, Abdellatif Kechiche, Mia-Hansen Love… todos cineastas franceses que parecen compartir esa cualidad líquida en sus películas, como si no pudieran realizar otra cosa que artefactos siempre en fuga, imposibles de gobernar, perfectos reflejos de un mundo en constante reinvención y mutación, un mundo sin territorio. Las imágenes de Tournée, donde hasta el sexo es veloz, parecen todas ellas tomadas por “la ilusión de vivir rápido”, como dice en un momento del filme Joachin Zand, exproductor de la televisión francesa que tras una larga etapa en Estados Unidos regresa a su país como manager de la ‘troupe’ de burlesque. El cine de Amalric se decide también en esa zona de inestabilidad donde operan sus mencionados colegas y compatriotas, y no porque Tournée sea en esencia una road-movie que sólo se detiene en el océano, sino sobre todo por la vibración interior de su protagonista, un cuerpo frenético en una interpretación frenética (de escenas moduladas en el exceso: el ataque de ira en el tren, la confrontación en el teatro, la irrupción de histeria en el supermercado…), basada según Amalric en la personalidad del desaparecido productor cinematográfico Humbert Balsam, en quien ya se inspiró Mia Hansen-Love para la magnífica Le pére de mes enfants (2009).




El movimiento, el camino incierto, la ilusión de la velocidad vehiculan el relato por una suerte de esquizofrenia, de desdoblamiento que encuentra su inseparable reflejo en todos los aspectos del filme, desde su cauce narrativo, cultural y estético a la vertiente emocional de su protagonista. Hay en Tournée una constante dualidad en juego, la circulación de conflictos que se dirimen entre el deseo y la realidad –como el grupo de strippers, cuyo sueño es actuar en París pero su vigilia son sus performances en la periferia francesa–, entre el amor y el odio, entre la experiencia (vital) y la representación (artística), entre el ser y el estar, porque Tournée es una película que sólo puede conjugarse con verbos transitivos. En esa “transición” está inmerso, como un fluorescente parpadeante o un fuego que nunca termina de extinguirse, el carismático Zand, ese sosias afrancesado de Cosmo Vitelli, orgulloso, autodestructivo, seductor, hedonista y angustiado. Dividido entre dos familias, al mismo tiempo núcleos y apéndices de su existencia, Zand se desdobla en su viaje de la costa a París, suspendido emocionalmente entre la familia de strippers –a quienes llama sus “hijas”– y la familia biológica –sus dos hijos–, y cuando los dos mundos entran en contacto se produce el colapso que precede a la catarsis de Zand, que se traduce prácticamente en el destierro del protagonista, determinado por un pasado que quiebra su identidad.

Cosmo Vitelli (Ben Gazarra) en The Killing of a Chinese Bookie (1976, Cassavetes)
Joachim Zand (Matthieu Amalric) en Tournée (2010, Amalric)

En este viaje, en esta gira, Amalric busca entonces la América que hay contenida en Francia, y se propone filmar su país extrayendo los paisajes y espacios –gasolineras, Kentucky Fried Chicken, clubs de carretera, hoteles de extrarradio...– que remiten directamente a un cine anclado en la imaginería americana. Entra en juego así una permanente tensión, un dinamismo cultural, pero sobre todo idiomático, en el que hablar en inglés o hacerlo en francés (en ocasiones se mezclan en un mismo diálogo) no es una cuestión baladí. No lo es por ejemplo que las escenas más dramáticas se dialoguen en francés, incluso aquella tensa conversación, de acusaciones y de mensajes ocultos, que tiene lugar entre Zand y Mimi Le Meaux (Miranda Colclasure) en un pasillo de hotel, y que anuncia el desvío del film hacia una historia de amor sólo latente hasta entonces. En la banda sonora, de espíritu retro, toma fuerza el tema Have Love Will Travel, interpretado por The Sonics, que abre y cierra la película, porque el amor y el viaje son las coordenadas básicas del relato.

Marilyn fotografiada por Bern Stern en el hotel Bel-Air, 1962


La escena más hermosa lo ratifica. Aislados en un hotel desértico y fantasmagórico, a pie de mar, donde va a dar con toda su belleza lisiada el grupo de misfits, Zand renace al hacer el amor con Mimi y Amalric filma a Miranda Colclasure semi-desnuda, entre el pudor y la devoción, casi como Bert Stern fotografió a Marilyn en el hotel Bel-Air, acariciada por una luz cálida, colmada de erotismo. El tiempo por fin se ha detenido, el sexo, hasta ahora tomado por el movimiento incontrolable, ya no es un capítulo de eyaculación precoz en un baño público, es una elipsis, un clímax escamoteado que humaniza a nuestro protagonista y le devuelve al mundo. “Welcome to paradise”, dice Zand a sus chicas, renacido en los brazos de América.



Publicado originalmente en Cahiers du cinéma. España (Mayo 2011)

viernes, 15 de junio de 2012

'Todas las canciones hablan de mí' de Jonás Trueba


El hombre melancólico

La melancolía no está de moda. Las nostalgias casan mal con un mundo en permanente huida. Mirar al pasado, cuando se avanza tan rápido hacia el futuro (o hacia ninguna parte), parece una bobada. Pero el desajuste contemporáneo es mayor si ese hombre melancólico es apenas un chico que estrena la treintena, todavía resolviendo los hervores de su primera educación sentimental, alguien cuyo pasado puede encerrarse en unos versos (o en unos pocos flash-backs) y a quien le queda casi toda la vida por delante. Ese hombre melancólico es Ramiro Lastra (un extraordinario Oriol Vila), el protagonista de Todas las canciones hablan de mí, enamorado de por vida de Andrea (una no menos extraordinaria Bárbara Lennie), formando una de esas parejas cinematográficas que llenan la pantalla de complicidades y sentimientos genuinos. Y también lo es, con toda probabilidad, Jonás Trueba, el autor de esta, por muchas razones, conmovedora película. Porque uno no concibe que la melancolía se pueda invocar de tal modo sin que esa melancolía haya sido nuestra, la hayamos masticado y vomitado sucesivas veces. He ahí, para empezar, la honestidad de un relato que se arriesga a ser muy personal (o biográfico), de interferencias fílmicas y literarias asumidamente transparentes.

Jonás Trueba, Oriol Vila y Bárbara Lennie en el rodaje


“Yo soy un nostálgico, mirando siempre al pasado. Trabajo con mi pasado o con el de los demás. No conecto con lo moderno. Me muevo por experiencias vividas”. Esto lo dijo François Truffaut. En 1968, cuando los estudiantes parisinos se empeñaban en romper con el pasado, el autor francés (que como sabemos no fue precisamente pasivo en los altercados políticos del mayo parisino) rodó Besos robados, una asunción de su febril nostalgia por un tiempo que fue o de su moderado modernismo, pues había en este filme, que rodó con 35 años, un manifiesto repliegue a cierto cine antiguo, ya superado. El debut en el largometraje de Jonás Trueba, que ha realizado con 29 años (si bien sabemos de su habilidad para captar los sonidos de la vida por sus colaboraciones en Más pena que Gloria y Vete de mí), nos traslada asimismo al regusto de un cine de antaño, que la autoría española ya practicó instalada en la añoranza por un cierto cine francés al que emuló con el consabido desfase cultural y temporal. Pero por encima de esos contagios “truffautianos” –en general deliciosos, aunque en ocasiones muy miméticos, lejos de la sutileza o la capacidad reflexiva de un Desplechin o un Assayas–, el film-libro de Jonás Trueba –con su compleja, ágil estructura en capítulos, con su dinámica epistolar, con su tono letraherido–, tiene la virtud de hablarnos desde ese aliento de vida exigible a toda ópera prima, de trascender sus herencias para inyectar frescura y desparpajo a una película en conflicto con “tiempos mejores”.

Bárbara Lennie y Oriol Vila en la última escena de Todas las canciones... 

En ese pasado no podemos obviar las confluencias “paternales” del film, pues como aquella Opera prima rodada en el Madrid de 1980, Todas las canciones hablan de mí –filmada en un Madrid contemporáneo tan reconocible como personal– también “encierra la breve historia de un personaje a medias entre un hoy que termina y un mañana que empieza”, como escribió Fernández Santos del debut de Fernando Trueba. La aparente urgencia de su hijo Jonás por saldar deudas con el pretérito avanza a medio camino entre lo serio y el pastiche, entre las vivencias experimentadas en la vida y experimentadas en el cine y los libros, lo que no le impide entregar una obra más que carismática, atenta a los detalles y las fragilidades del alma, una obra de compromiso moral consigo mismo (en torno al supuesto final de un amor), tan estimulante por lo que tiene de emotiva –atentos a la memorable, sublime última escena– como desconcertante por su vacilante (engañosa) anacronía.

Publicado originalmente en Cahiers du cinéma. España (Diciembre 2010)

martes, 12 de junio de 2012

Entrevista Alexander Payne


Alexander Payne

“El cine debe ser consciente del absurdo de la vida"



En cierto modo, Alexander Payne (Nebraska, 1961) ha hecho su mejor película de rebote. No era lo planeado. Pero como en sus filmes, los planes que nunca salen bien conducen a goces imprevistos. Es fácil hermanar a Payne con cineastas como Wes Anderson y Noah Baumbach. Junto a ellos ha introducido un toque de sofisticación en la comedia americana de entre siglos, y Los descendientes viene a culminar eso que comúnmente se denomina “la madurez de un cineasta”. En los siete años que han transcurrido desde Entre copas (2004), el cineasta de Omaha –donde rodó sus primeros largometrajes: Citizen Ruth (1996), Election (1999) y A propósito de Schmidt (2002)– ha estado muy ocupado. Hizo un hermoso corto para el filme Paris, je t’aime, dirigió dos trabajos televisivos y, sobre todo, dedicó años a escribir lo que él considera su “épica obra maestra”, Downsizing, un proyecto frustrado por sus ambiciones presupuestarias. “También me he divorciado y he sufrido una intervención quirúrgica”, añade el director desde su residencia californiana.

La labor de adaptar y dirigir la novela de Kaui Hart Hemmings Los descendientes nunca fue, por tanto, una primera opción. El proyecto estaba en manos de Stephen Frears, pero lo abandonó y se lo ofrecieron a Payne. “Yo estaba algo deprimido ante la imposibilidad de poner en marcha Downsizing… –recuerda el cineasta–. Leí la novela y pensé que podía llevarla a mi territorio. También me habían ofrecido hacer Libertad de Franzen, incluso con la posibilidad de convertirla en una serie de televisión, pero no estaba dispuesto a pasar dos años de mi vida con esos personajes. Sin embargo, me gustaba la historia de Los descendientes, me gustaba la extrañísima atmósfera socio-cultural de clase alta de Hawai, y pensé que los ingredientes darían para un buen film".



La familia King en busca de su reino

–Es la primera vez que rueda en Hawai. ¿Ha sido un desafío para usted?
Había estado en Hawai muchas veces antes de vacaciones, pero era la primera vez que iba con el ojo de un documentalista. Para mí es muy importante que la medida, el tono de aproximación a la historia, sea el correcto, que tenga su sentido de realidad. Me gusta considerarme un director que es capaz de ir a cualquier sitio a rodar y con la capacidad de escribir sobre su tiempo.

La historia de Matt King (Goerge Clooney), el viudo y padre de dos hijas que protagoniza Los descendientes, es desde luego una historia sobre nuestro tiempo. En verdad, sobre cualquier tiempo. Una historia sobre la necesidad de perpetuar la memoria que se abre en dos direcciones. Por un lado, la tragicomedia de un marido que descubre secretos inconfesables de su mujer cuando ésta entra en coma. Por otro, la trama de la venta de los terrenos de su adinerada familia. “Para mí ambas historias hablan de lo mismo, de lo que significa dejar un legado y de la responsabilidad familiar –explica Payne–. Realmente no me interesan mucho esos asuntos, no estoy obsesionado con ellos. No expresan nada personal de mí, aparte de la idea de que podían dar lugar a una buena película”.


–De todos sus filmes, pero sobre todo de Los descendientes, entendemos que para usted la comedia es algo muy serio…
–Sí, habría que definir el concepto de “comedia”. Quizá deberíamos hacer una distinción entre comedia y película humorística. A mí simplemente me gustan las películas que tengan algo de sentido de humor en su concepción… El cine debe ser consciente del absurdo de la vida. Creo que esa es la clave. No estamos hablando de comedia, sino de la conciencia del absurdo de la existencia detrás de cada detalle. Nos creemos todos tan importantes, y luego leemos los últimos descubrimientos en astronomía y vemos lo jodidamente pequeños que somos…

–Por sus películas, da la impresión de que usted acepta con serenidad ese absurdo. En este sentido, ¿se siente identificado con Matt King?
–Me gusta su resignación hacia las cosas. Uno tiene que aceptar quién es y él a lo largo de la película lo hace, aunque sea con resignación. Se perdona a sí mismo, se da cuenta de hasta qué punto ha sido cómplice en el fracaso de su matrimonio y en el grado de estupidez de su familia. Hay que aceptar lo absurdo que es todo, no queda otro remedio, y tener un sentido del humor hacia ello. No todo, claro, el Holocuasto es horrible, pero sabe a lo que me refiero, ¿no? Tenemos que leer a los budistas para aceptar las cosas sin pestañear, y a partir de ahí podremos avanzar. También hay que pelear, por supuesto. [Pausa] Siento darle respuestas tan simples.

Alexander Payne en el rodaje de Los descendientes

–Parece que le cuesta mucho hablar de su película…
–Sí, claro. Es demasiado reciente. Quizá dentro de cinco años tenga la perspectiva suficiente para valorarla, pero ahora.... Creo que el proceso es algo cruel para los directores. Al menos para mí. Terminar una película y enseguida tener que declarar qué es. No tengo ni idea. Es sólo una película. No trato de minimizarla ni por supuesto de minimizar sus preguntas, en serio, pero es difícil contestarlas.

–Podríamos hablar de Election, que es una película muy especial en su filmografía. ¿Qué importancia le concede en su carrera?
–Toda. La mayor parte de los halagos por mi trabajo los recibo por esa película. Creo que su cinismo es muy atractivo. El sentimentalismo no suele sobrevivir muy bien al cabo del tiempo, mientras que el cinismo sí. También creo que es una película que tiene un buen ritmo, y es la única que he hecho que no es demasiado larga. Es algo de lo que me doy cuenta cuando estoy haciéndolas. Lo último que quiero es hacer películas largas, pero cuando la estás haciendo, eres también consciente de que hay que mantener algunas escenas para justificar el impacto emocional de ciertos momentos. Creo que el ritmo casi musical de Election es lo que la hace tan atractiva. Es una película muy singular.

–Excepto precisamente Election, todas sus películas son road-movies. Parece que concibe el cine no sólo como un viaje mental, sino físico…
–Como practicante, sí lo es, aunque no necesariamente como espectador. No me gustan mucho las road-movies. Me gusta la fisicidad del acto de dirigir, me gusta rodar en exteriores, no dormir por tres semanas… La adrenalina es una droga fantástica. Lo que no me gusta es rodar en coches. Es aburrido y difícil, la maquinaria es horrible. Pero para mí el rodaje es un constante descubrimiento. Mi concepto del cine no es el de Hitchcock, es decir, ejecutar con la cámara lo que previamente se ha dibujado. Para mí hacer cine es un perpetuo descubrimiento de elementos que pueda incorporar al film. Trato de controlar sólo lo que puedo controlar, pero a partir de ahí son los dioses los que hablan, y mi trabajo es escucharlos y ponerlo dentro de la película. Lo que puede ofrecerme la realidad es muy superior a lo que pueda concebir en mi pequeño cerebro. Mi trabajo es tener una mente abierta y reconocer lo que sea bueno para la película.



–Usted es un gran cinéfilo. ¿Qué películas recientes le han interesado?
–Me gustó mucho Nader y Simin. Una seperación. Creo que es una película fantástica. Pero aún no he visto Melancolía ni La Havre, que pienso hacerlo pronto…

Le Havre recuerda a Renoir por su humanismo. Creo que esa parte reoniriana también está en su cine, sobre todo en Entre copas y Los descendientes. ¿Ha tenido algún impacto en usted el cine de Renoir?
–Desde luego es uno de los grandes maestros, pero debo decir que, dado que hizo tantas y tantas películas, aún no he visto todas. De hecho, en 2012 me he propuesto ver todo Jean Renoir y todo Salvajit Ray. En todo caso, no creo que tenga una conexión especial con el cine de Renoir. Pienso más en directores como Buñuel, Billy Wilder o Antonioni. ¿Pero explíqueme eso del humanismo en mi cine?

–Creo que Matt King es el personaje que más le gusta de todas sus películas. No le trata con ironía, no le ridiculiza, como suele hacer con los protagonistas de sus anteriores filmes. En Los descendientes hay más humanismo en su descripción de los personajes…
–Sé que en mis películas anteriores he tenido la tendencia de controlar mucho a los personajes, de tener incluso una actitud paternalista con ellos. Pero siempre he intentado acompañarles en el proceso, no colocarme nunca por encima. Siento si alguna de mis películas transmiten esa sensación, pero debo encajar esto desde un punto de vista humilde. Es algo que siempre puedo mejorar, y entiendo que haya notado el cambio con Matt King, porque yo también lo he notado de algún modo. Creo que se debe a que es un personaje con quien en gran medida me puedo sentir identificado.

–¿Cuál será su próximo proyecto?
–Empiezo a rodar en mayo mi próxima película, y es el primer guión que ruedo que yo no he escrito. ¿Y sabe una cosa? Es otra jodida road-movie. Se titula Nebraska.



Publicado originalmente en El Cultural

viernes, 8 de junio de 2012

'El extraño caso de Angélica' de Manoel de Oliveira


Pilar López de Ayala, interpretación muda y mortuoria de Angélica


Historia de una epifanía


Una imagen: el cadáver de una joven hermosa, pálida y sonriente, levitando sobre su propio cuerpo. Manoel de Oliveira (Oporto, 1908) se topó hace muchos años con una fotografía que era en verdad un truco de la cámara Leica. El motivo era el cuerpo reclinado de una mujer que, por una cuestión de enfoque, se había convertido en una imagen doble. “De este modo, la imagen sugería la figura de una muerta en el momento en que el alma se separa del cuerpo”, recordaba el legendario cineasta portugués. Esta imagen le devolvió las ganas de hacer cine. “Era una forma atractiva de representar mediante una imagen algo que es difícil de decir, porque la cámara no puede filmar sueños, sólo el presente”. Corría el año 1952. Desde la proto-neorrealista Aniki Bóbó (1946) –su primer largometraje, precedido por diversos cortos documentales–, llevaba cuatro años sin colocarse detrás de la cámara, y de hecho no volvería a hacerlo hasta 1956. Diez años de silencio. El retiro más prolongado en una carrera que abarca ya ocho décadas de actividad cinematográfica (su primer filme, el corto Douro, Faina Fluvial, data de 1931) en la dilatada vida de un hombre, un poeta, centenario.

La imagen dio lugar al proyecto Angélica, la historia de Isaac, un fotógrafo judío portugués que durante la Segunda Guerra Mundial es despertado a altas horas de la noche para, según la costumbre de la época, fotografiar el cadáver de una recién fallecida. Cuando encuadra a la “naturaleza muerta”, el fotógrafo advierte a través del visor cómo el rostro inerte de la joven cobra vida por un instante y le sonríe. Una epifanía. En adelante, el fantasma de Angélica se aparecerá obsesivamente en los sueños (y la vigilia) del fotógrafo. “La historia no está muy dentro de lo que yo pienso que pueda ser el cine, pero de todos modos hice una adaptación, a la que acabé llamando El extraño caso de Angélica”. La fábula nunca llegó a materializarse en película hasta que, en el Festival de Cannes del año pasado, más de medio siglo después de su concepción, el portugués presentó la versión actualizada de aquella idea. Un filme recorrido por el encanto de la magia, la inocencia, el romanticismo y la ironía, producido por el español Luis Miñarro, donde el blanco espectro de la hermosa joven fallecida lo interpreta Pilar López de Ayala, y el fotógrafo Isaac está encarnado por el actor Ricardo Trepa, nieto del cineasta. El tiempo, esa palabra que en la conciencia de Oliveira debe encerrar significados bien distintos de los que posee para el resto de los mortales, acabó haciendo justicia al cine.


Viajemos, por tanto, en el tiempo. Hagamos el esfuerzo de imaginarnos espectadores de principios del siglo XX, cuando el cine no había aprendido a hablar y la imagen se conjugaba en blanco y negro. Somos espectadores arcaicos, ingenuos, embrujados por el artefacto (divino o satánico) del cinematógrafo. Un bandido apuntando su revólver hacia el objetivo (Asalto y robo al tren, 1903) de la cámara provoca nuestra huida de la sala. Los trucos de imagen del gran prestidigitador George Méliès, capaz de dispararle al ojo de la luna, nos asombran con la fuerza de lo inconcebible y lo extraordinario. La magia existe. Pareciera que con El extraño caso de Angélica, el maestro luso (el único de los cineastas vivos que trabajó en el cine silente) quisiera replicar esos momentos de asombro en el espectador de principios del siglo XXI, cuando el cine ya cruzó su infancia, su madurez, su senectud y hasta, según algunos, su defunción. Cuando las imágenes ya perdieron todo rastro de inocencia. Es asombroso (y hermoso) cómo Oliviera, en un gesto de gran atrevimiento creativo, hace uso de la última tecnología digital para replicar efectos de levitación que nos trasladan directamente al cine mudo.

Oliveira suele apelar “a la simplicidad de los griegos, para que lo muy profundo salga a la superficie”. Con una elocuencia que no admite ornamentos innecesarios, que va directo al meollo de lo que quiere contarnos, Oliviera entrega probablemente su película más directa y esencial –no llega a los cien minutos de duración–, una suerte de síntesis de lo que el cine es y significa a estas alturas para el maestro portugués. “El cineasta es como un asesino que no puede dejar de filmar”, ha dicho Oliviera. Un modo poético de hacernos ver que cada imagen, cada fotograma, es la muerte de un instante. Si el cine puede embalsamar esos instantes, es para que en algún futuro cobren vida. La obsesión del fotógrafo Isaac, enamorado de su ángel, es la obsesión del cineasta frente al espíritu agazapado detrás de cada imagen. La joven Angélica, que murió esperando un niño, revive a través de las fotos de Isaac para invadir su corazón inquieto. Así, las penurias y tragedias de los amores frustrados que tantas veces ha explorado Oliveira en su obra vuelven a emerger en este filme, junto a la legendaria socarronería buñueliana del director –tan presente en su anterior filme, Singularidades de una chica rubia, también producido por Luis Miñarro– , sólo que esta vez se enfrenta a su gran tema apelando a conexiones cósmicas y a la metafísica de los ángeles.

Fantasía onírica y atmósfera gótica 

Relato de fantasía, de tintes oníricos y atmósfera gótica, donde lo mortuorio y la pasión romántica se dan cita, la imaginería de El extraño caso de Angélica bebe directamente de Edgar Allan Poe y de Henry James. Viviendo en una pensión, Isaac entretiene sus días fotografiando a los vinicultores del pueblo, mientras que por las noches el espíritu de Angélica viene a buscarle al balcón de su dormitorio, le coge de la mano y, como si habitaran un cuadro de Chagall, emprenden un vuelo mágico en completo silencio, flotando de felicidad. En esta fábula de amor y muerte, son constantes las relaciones que el director establece entre el ángel y los trabajadores, entre lo fantástico y lo cotidiano, que sublima en un largo travelling sobre las fotografías que ha tomado el protagonista. “El montaje entre la joven muerta y los trabajadores es un montaje entre el espíritu y el cuerpo”, sostiene el autor de Palabra y utopia. El espíritu y el cuerpo del cine.

Au dessus de la ville (1917), de Marc Chagall
El extraño caso de Angélica (2010), de Manoel de Oliveira 

jueves, 7 de junio de 2012

'La invención de Hugo' de Martin Scorsese

A Letter to Georges Méliès


“¿Por qué uno siente que siempre descubre una película de Méliès
 por primera vez aunque la haya visto quince, veinte, cien veces antes?
Paolo Cherchi Usai


Aunque no lo aparente, La invención de Hugo es una película en primera persona. Y no se parece a nada –absolutamente nada– que Martin Scorsese haya hecho antes. Es una película familiar –infantil, podríamos decir, en cuanto su tema es la infancia del cine– dirigida por el mismo cineasta que sembró los infiernos de Taxi Driver (1976) y Uno de los nuestros (1990). Es como si reemplazara el sentido de la violencia con el del asombro. Y al mismo tiempo es la película a la que cabalmente podía llegar el cinéfilo que dirige A Personal Journey Through American Movies (1995), Il mio viaggio in Italia (1999) y A Letter to Elia (2010). También procede del director que rescató a Jerry Lewis en los ochenta, pintó con el Technicolor de los treinta la primera parte de El aviador y replicó a Hitchcock en un anuncio de cava. Pero insisto: La invención de Hugo no se parece a nada que Scorsese haya hecho antes. Es la adaptación de una novela gráfica de Brian Selznick guionizada por John Logan. Pero es su película más personal.

“Lo que interesaba a Méliès era lo ordinario en lo extraordinario, y lo que interesaba a Lumière era lo extraordinario en lo ordinario”. El aforismo de Godard conserva intacto su misterio. Propone la confluencia exacta entre dos formas de concebir y ejercer el cine que tradicionalmente se han considerado distantes entre sí, cuando no opuestas. La vertiente Méliès (lo extraordinario, el artificio) en La invención de Hugo apela precisamente a la vertiente Lumiére (lo ordinario, lo real) de la película. Emerge discretamente a partir de una de las secuencias más hermosas del film: dos niños en busca de aventuras se internan en un Festival de Cine Mudo que se celebra en una sala parisina. Allí, la niña apadrinada por Papa Georges (Ben Kingsley), el George Méliès retirado y olvidado, descubre el cine. Y lo hace con El hombre mosca (1923), con Harold Lloyd. [Recuerden: el reloj y la ciudad].


A partir de este conmovedor fragmento de cinefilia, el espectador asiste al proceso de borrado, de subversión de fronteras (entre lo animado y lo inanimado, entre sueño y realidad, entre vida y muerte), que Scorsese practica con evidente pasión y felicidad en su película, transfigurando el tono novelístico dickensiano en el tono historiográfico que surge y emana visualmente de la lectura de un libro de cine. Entonces La invención de Hugo se acerca más a un documental como Le Magie Méliès (Jacques Mény, 1997) que a una ficción como Le Grand Méliès (Georges Franju, 1953). El efecto, digno de un prestidigitador, es decididamente extraordinario. Remite de algún modo al “truco de la sustitución” descubierto por Méliès en la Place de Opera de París, cuando su cámara se atascó y al volver a funcionar al cabo de unos instantes, los carruajes de la calle en la película habían sido reemplazados por caballos y los hombres por mujeres. Ese carácter mágico-artesanal que hizo de Méliès el santo de todos los cineastas en busca de fantasías, es el carácter que proyecta Scorsese en su film. Y la fantasía es tan erudita como popular. Naif, dirán algunos.

El primer plano de la película, el que propulsa un virtuoso plano secuencia como si fuera un salto mortal a las tripas del cine (digital), viene a postularse como la síntesis icónica del cinematógrafo: un mecanismo de relojería superpuesto sobre un plano aéreo de la ciudad de París. La cámara (virtual) desciende y se adentra en una estación de tren, el espacio neurálgico de la película. (Máquina + París + Tren = Cine). Recorriendo la estación Gare de Montparnasse (reconstruida en estudios según la arquitectura original de 1840 y magnificada con diseños generados por ordenador), la cámara se abre paso entre pasajeros a lo largo de la vía del tren y acaba su recorrido en un hueco abierto en el reloj de la estación, detrás del cual el ojo del pequeño Hugo observa el bullicio de los andenes. Es un viaje de vértigo en el que la cámara es el cohete que propulsó Méliès al ojo de la luna. (El sentido es inverso: del cielo a la tierra, del futuro al pasado.) Esa imagen-icono del cine de Méliès actúa de hecho como el mensaje (casi de ultratumba) que el autómata, juguete fetiche de Hugo y única posesión que conserva de su padre, dibuja en un papel cuando una llave en forma de corazón le devuelve a la vida.


George Méliès en su tienda de Gare de Montparnasse

Ilustración "La invención de Hugo"  de B. Selznick


Y la vida, para Scorsese, es el amor al arte. No sólo el cine, también la literatura juvenil juega un importante papel –Charles Dickens, Julio Verne, Gaston Leorux, Robert Louis Stevenson, Mark Twain, etc.–, reforzado por las breves apariciones de Christopher Lee interpretando a un misterioso librero. Pero el tópico es válido: La invención de Hugo es la carta de amor de Scorsese al cine mudo. Si el primer plano dialoga directamente con Dziga Vertov, también lo hace de forma consciente el montaje de Thelma Schoonmaker con Eisenstein (la secuencia del tren y la multitud), el robot-autómota con el Metropolis de Fritz Lang, y en una imparable serie de citas y tributos, encontramos a la florista de Chaplin (Luces de la ciudad) en Emily Mortimer, la ternura de Jacques Tati en las viñetas de los amantes y el caniche, o la gestualidad de cómicos como Buster Keaton y Harold Lloyd en la precisión corporal de Sacha Baron Cohen, etc.

Los juegos referenciales de la tramposa The Artist son una broma de mal gusto en comparación con los tributos de Scorsese al cine mudo, mientras que las estéticas de bricolaje de Jean-Pierre Jeunet o, incluso, la imaginería fantástica de Tim Burton –con quienes se establecerán inevitables analogías– transitan por universos oníricos bien distintos. El empleo de Scorsese del 3D justifica por sí solo el renacimiento de la tecnología estereoscópica, empleada, esta vez sí, con fines creativos y no (exclusivamente) lucrativos. Acaso como los espectadores que se apartaban violentamente creyendo que el tren de los Lumiére iba a arrollarles, los ojos del espectador contemporáneo quedan emplazados a la incredulidad, el impacto y el asombro que proporciona la prodigiosa secuencia en flash-back recreando la carrera de Méliès, replicando la alquimia básica del padre de los efectos especiales, proponiendo una dimensión insólita a imágenes documentales de la Gran Guerra. Aunque la secuencia sea visualmente impagable, lo es incluso más desde el punto de vista conceptual.



Martin Scorsese en su cameo en "La invención de Hugo"

“El tiempo no ha sido amable con las películas viejas”, reconoce uno de los personajes del filme. A través de su Film Foundation, Martin Scorsese se ha convertido en el rostro célebre detrás de la preservación del patrimonio cinematográfico. Cuando esta sagrada causa irrumpe como el asunto primordial de la película –en detrimento de la aventura dickensiana–, va quedando cada vez más claro que es el paso del tiempo, y no el policía de la estación de tren, el verdadero villano del relato. Y que la orfandad del pequeño Hugo (con los ojos de Assa Butterfield colmados de desolación, miedo, asombro y curiosidad) es la misma orfandad del cine. El intento de un niño por explorar su propia historia se convierte en una investigación lúdica sobre la paternidad del arte del cinematógrafo. En la historia de Méliès narrada por Scorsese –a través de su alter ego ‘Rene Tabard’, el ficticio historiador de la película interpretado por Michael Stuhlbarg, cuyo apellido era a su vez el alter ego de Jean Vigo en Cero en conducta (1933)–, el tiempo es el gran enemigo del arte cinematográfico. Es el que altera los gustos de los espectadores, el que corrompe los rollos de las películas, el que convierte los objetos fetiche del presente en las reliquias del futuro. Reliquias que, acaso como La invención de Hugo, no cesarán de enviarnos mensajes cifrados.

Publicado en "Caiman. Cuadernos de cine" (Febrero, 2012)



miércoles, 6 de junio de 2012

'Iluminada' (HBO) de Laura Dern y Mike White

La expresión rota y el gesto desencajado... Laura Dern en 'Iluminada'

Iluminaciones de Amy


El gesto desencajado, la sonrisa torcida, la expresión rota. Una clase de belleza indeterminada, muy extraña, como un cuadro cubista que se proyecta en múltiples direcciones. Sólo un director como David Lynch ha podido extraer lo más perturbador de los rostros de Laura Dern. En Inland Empire (2006), la actriz se prestó como la tabla en la que cincelar los gestos y vacíos fantasmagóricos de la contemporaneidad digital. Con sus movimientos desmañados, su melena de fuego, a sus 45 años, Dern ejerce esa clase de fascinación y desconcierto que generan las presencias desdobladas. Una figura tan carnal como etérea, frágil y resistente como el cristal. El rostro de Amy Jellicoe, su avatar o su alter ego en Iluminada (Enlightened, HBO), es un mapa en el que trazar las angustias y las esperanzas del mundo. En una misma escena, en un mismo plano, con apenas una modulación de luz, puede ser hermoso o grotesco. Una perfecta caricatura del patetismo o un ser surcado de humanidad y de imperfecciones. Actriz superlativa, la presencia de Laura Dern es siempre incontrolable.

En torno a la dualidad de esa presencia, o más bien como reflejo de ella, edifica Iluminada su neurosis bipolar. En ella se originan y en ella van a dar todas las líneas de pensamiento de una serie que cree en la profunda transformación social; una serie que, como en un relato de Julio Cortázar, se presta al funambulismo psicológico. Los puntos de fuga de la personalidad de Amy, entre patéticos y consistentes, adquirirán un pleno sentido (o algo parecido a ello) en el capítulo-desenlace. Que no en vano es el principio de otra cosa, de otra causa y de otra Amy. Probablemente ningún otro actor, ni siquiera James Gandolfini, ha sido tan crucial para esculpir sobre su rostro y su cuerpo el discurso completo de una ficción televisiva. La identificación es automática. Al frente de esta serie de la HBO, como es obvio, está la propia Laura Dern, creadora y productora junto a Mike White, quien también interpreta un papel. ¿Pero qué nos cuenta Iluminada? Mejor, ¿cómo lo hace? ¿Y por qué nos desconcierta, nos irrita y entusiasma, nos trastorna y nos sosiega? Propongamos algunas claves de lectura.


Para empezar: Amy Jellicoe se desnuda en el prólogo. No en el sentido físico, sino en el anímico. Escondida en el baño de la oficina, su rostro es la máscara de la desesperación y la ira, cubierta de lágrimas, al borde del ataque de nervios. Habita el extremo más caótico y excesivo y destructivo de su personalidad. El espectáculo público de histeria que se desata a continuación nos presenta al personaje central del drama (¿o es una farsa?) en el punto más bajo de su vida. Su rosto emparedado por las puertas del ascensor. “¡Te destruiré, te mataré!”, le grita al necesario antagonista, Damon (Charles Esten), su hasta entonces jefe. ¿Cómo seguir a partir de ahí? ¿Cómo equilibrar el compromiso del espectador con los trastornos de un personaje completamente expuesto al ridículo? (Y las escenas que generan incomodidad y compasión y vergüenza ajena hacia Amy serán una dinámica fundamental de Iluminada).

El tono cambia bruscamente tras el fundido a negro del prólogo. Escuchamos música reconfortante y un grácil plano con grúa nos adentra en un cálido montaje de paisajes exóticos. Dice Amy en off: “Ahora estoy hablando con mi verdadera voz […] Es posible salir del infierno a la luz […] Puedes cambiar y puedes ser un agente de cambio.” ¿Su verdadero yo? Tras su ataque de histeria, Amy se ha sometido a una cura espiritual, una terapia de evangelización new-age en las islas Hawai. Ha sentido la presencia de Dios en una tortuga acuática. Dice también que ahora comprende el valor de la vida. Transformada, regresa a Los Angeles a recuperar su trabajo tras la excedencia (in)voluntaria; pero, sin dinero y sin apartamento y separada de su marido Levi (qué agradable es tener a Luke Wilson de vuelta), Amy tendrá que regresar a la casa de su madre, interpretada por Diane Ladd, también su madre fuera de la ficción. Confía en todo caso en una redención, una utopía.

Laura Dern y Luke Wilson

Como toda ficción de trastorno bipolar, las oscilaciones de tono serán constantes en la serie. Y aunque se necesitan mutuamente, a veces será especialmente difícil conjugarlas con armonía. Cuanto menos generan una colisión de estados de ánimo, un resquebror en las expectativas. Cada episodio reserverá unos minutos de encantadores fragmentos en los que la dulce voice-over de Amy filosofa sobre imágenes que persiguen “la belleza del mundo”, y que navegan plácidamente entre el manual de autoayuda (con frases que imaginamos salidas del libro que presta a Levi, Fluye a través de tu ira), el lirismo y la candidez espiritual. Como los minutos diarios que dedica a la meditación oriental, esos fragmentos nos hablarán desde el yo evangelizador de Amy. Son los espacios de ficción trascendental reservados a la doctrina de Iluminada, otra serie cuya ambición de intervenir en la necesaria transformación moral de los paradigmas sociales es condición inherente a su propia existencia. Si The Wire lo hacía desde la trinchera política, Laura Dern y Mark White lo hacen desde el púlpito espiritual.

La seductora extrañeza que genera la serie, obviamente, se gesta en la bipolaridad de Amy. Esos intercambios de parodia y drama, de caricatura y retrato al natural, se difuminan frente a la tentación de tomarse en serio lo que es tan cómodo tomarse a broma, responden con precisión a la psicosis de un personaje en proceso de transformación extrema. Es el resultado esquizofrénico de infiltrar un elemento en busca de sosiego, altruismo y armonía en el hábitat estresante, competitivo y aniquilador del mundo corporativo, el del dinero rápido y obsceno, el de los residuos tóxicos y la depredación empresarial, representado por la empresa Abaddon (en griego: “destrucción”, “perdición”). La ficción invita a habitar la delgada línea roja que separa la locura de la cordura, pues como hacen en algún momento la mayoría de personajes que rodean a Amy (a veces incluso su propia madre), también sospechamos de un cuadro clínico de enajenación mental a partir de ciertos comportamientos y astracanadas: su hiperbólica empatía con los extraños (abraza hasta a los aparcacoches), su sonrisa forzada, su obtusa insistencia frente a las causas perdidas…
   
Laura Dern y Mike White. Quijote y Sancho


La ambivalencia juega en favor del propósito de Iluminada, que no es otro que “convertir” al espectador a la causa, empujarle a dar el salto acaso del modo en que Amy trata de “convertir” a Levi (solitario, ocioso, maníaco-depresivo… adicto a la cocaína y el cannabis), hacerle ver para poder creer en lo inconcebible (o la luz divina en una tortuga de mar). Como un inarticulado Quijote que precisa de un Sancho, Amy encuentra a su escudero en Tyler, interpretado por Mike White, de manera que la complicidad de su agitación acontece tanto dentro como fuera de la pantalla. Y aunque la vida social y familiar de Amy sea un imposible, aunque podamos dar por perdida su causa antisistema en un mundo que se destruye sin conciencia, la invitación al sabotaje corporativo que propone no puede ser ignorada. Esa desesperada necesidad de “resetear” su vida (y el avance del mundo), que ya estaba en Breaking Bad, alude ahora a todas nuestras vidas. Los molinos contra los que galopa no eran monstruos de su imaginación. Es entonces cuando el compromiso del espectador se equilibra con las iluminaciones de Amy. Enseñanza quijotesca: solo los locos cambian el mundo.


Versión ampliada del artículo publicado en "Caimán. Cuadernos de Cine" (Abril, 2012)